Las Cuevas
LAS
CUEVAS
Un ciervo joven,
en pleno invierno, cuando sus patas tiritaban por el frío y la hierba escaseaba
cubierta por la nieve, cayó en un agujero oculto en ella.
Resultó ser la
entrada a una cueva subterránea.
Allí se sintió
más caliente y seguro. Bebió lamiendo la humedad de las paredes de roca y se alimentó
con los líquenes que crecían entre ellas.
Descubrió que
aquellos líquenes eran especiales y traían a su mente las imágenes más felices de
su pasado. Cuando pastaba en primavera con su manada infantil protegida por las
madres alertas y cariñosas. Cuando jugaba con sus compañeros entre la alta
hierba, antes de que empezaran a crecer sus astas y le obligaran a apartarse
para buscar su propia vida.
Pasó en ensueños
los días y las semanas hasta que los líquenes se agotaron y el hambre le impulsó
a salir.
Fuera era
verano. El calor era intenso y mucha hierba estaba seca así como gran parte de
los riachuelos. Recordó que fácil había sido la vida en la cueva y buscó otro
agujero en el suelo.
Cuando lo
encontró se refugió en él y se sintió más fresco. Bebió la humedad y comió los líquenes.
Pero estos eran diferentes. Le trajeron las imágenes del dolor pasado. De los
ciervos más grandes que le obligaron a apartarse de su manada. De los que más
tarde le derrotaron cuando quiso acercarse a otras. De los rechazos, de las
pérdidas, de la soledad, del miedo a los lobos...
Pero a pesar del
dolor que todo aquello le causaba, era como ver una película aunque desagradable.
Y allí dentro se estaba cómodo y seguro. Además, los amargos líquenes del “pobrecito
de mi” eran tan buenos a su manera como los dulces del “que tiempos aquellos”.
Encontró también
otro tipo de cuevas. Allí se le aparecían mil supuestos futuros. A veces era un
futuro triunfante. Otras un futuro terrible. Y en los dos se recreaba.
Y así pasó el
tiempo. Cuando su alimento acababa salía y buscaba otra cueva en el suelo donde
ocultarse del mundo.
Más de una vez,
al abandonarla, resultó ser primavera. Pero ya era más fácil buscar su cómodo
agujero.
Un día, al salir
vio un destello entre los árboles. Curioso se acercó para descubrir que era el reflejo
del sol en un río. Bebió y se maravilló del frescor del agua. Observó que un
grupo de bellas ciervas bebía no mucho más allá, y un poco más lejos unos
cervatillos de no más de unos días de vida jugueteaban.
Probó la fresca
hierba próxima al agua y le encantó. Pero entonces se vio reflejado en la corriente.
Ya no era joven
y su aspecto era débil, pero había fuerza en su interior y las astas coronaban su
cabeza. Si se alimentaba bien a la luz del sol podría ser de nuevo un ciervo...
A lo lejos se
oyó el aullido de un lobo. Sus debilitadas patas se sintieron doloridas de
andar entre las piedras y entonces vio otro agujero en el suelo...
Pero algo se
revolvió en su estómago ante la idea de perder así su vida.
Prefirió
arriesgarla, pero vivir. Correr el riesgo de perderla a cambio de vivir de
verdad cuantos momentos le fueran regalados.
No fue fácil.
Volvieron los inviernos y los veranos...y una mañana, pasados muchos de ambos,
le encontró solo y cansado.
Había conseguido
su manada y sus propios cervatillos, pero ya todos habían seguido su camino.
Entonces vio a otro joven ciervo que le miró temeroso al tiempo que sus ojos
parecían buscar algo.
Los vio brillar
cuando se posaron en la entrada de uno de aquellos agujeros que tan bien conocía
y observó como iniciaba una carrera para ocultarse en él.
Nuestro ciervo
saltó como un muelle, y con una fuerza que creía perdida le derribó al suelo de
una sola acometida.
Desde su altura
le habló. Le contó su experiencia con aquellas trampas, el melifluo placer de vivir
soñando el pasado y el futuro. Le habló de la vida, del agua y de las ciervas,
pero no ocultó tampoco el frío ni los lobos.
El joven
recapacitó y se alejó pensativo.
Nuestro ciervo
descubrió un nuevo objetivo en su vida. No dejaría que otros cayeran en las mismas
trampas que él. Al menos no por ignorancia.
En poco tiempo,
el nombre con el que se le conocía pasó de boca en boca y muchos, muchos, se
acercaban a oír lo que tenía que contar.
Aquél nombre que
recibió fue Maestro.
Y hasta los lobos se
sentaron a escucharlo.
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